55 años en la ciudad del infinito
Conmemoramos la llegada de Anna Ferrer y Vicente Ferrer a Anantapur y el inicio de un compromiso con las personas más vulnerables del planeta que se mantiene latente en la actualidad
De aspecto frágil y voluntad firme, Vicente Ferrer desembarcó como jesuita en la India en 1952. En la compleja realidad de las aldeas y en la pobreza extrema y superpoblada de los callejones de Bombay entendió que su acción, su reto, debía estar del lado de estas las personas olvidadas y castigadas por el sistema. En aquel entorno hostil y de tierras agrietadas no contaban ni con dispensarios, ni con médicos. Estar al lado de los campesinos y luchar por el desarrollo de las comunidades rurales se convirtieron, de manera inmediata, en su misión. Pero ese propósito no fue bien encajado por el establishment.
Esperadme, que ya vuelvo
Miles de campesinos marchan por las calles de Bombay, una marea blanca acompaña a un hombre que encabeza la manifestación. Ferrer, rodeando a un niño con su brazo derecho, esboza una sonrisa, dejando como recuerdo una imagen para la posteridad. Aquella misma semana le habían notificado que lo expulsaban del país. “Esperadme, que ya vuelvo”, dijo al final del camino.
Para entender esta escena hay que remontarse en el tiempo.
Sus acciones en pro de las comunidades rurales se extendieron de una forma veloz. Los pozos construidos se habían multiplicado, se recogían dos o tres cosechas por año, se diversificaban los cultivos. Se había creado el trust de campesinos. La receta del éxito residía en trabajar codo con codo con las comunidades. Al mismo tiempo contempló la construcción de un centro hospital-dispensario dejando al cargo a un médico indio y a una doctora española: No hay avances sin cooperación, sin entender la parte local, sin implicar activamente a las comunidades. Ferrer no creía en los milagros, creía en este trabajo conjunto, que llegó a alcanzar 700 pueblos. El sueño de aquel hombre se estaba cristalizado.
Con la garantía de cultivo asegurada, la vida en esos lares era posible. Turno para la educación. Se construyó una gran escuela; veintiocho aulas aguardaban el talento del futuro.
Sin embargo, el cambio despertó las suspicacias de comerciantes, prestamistas y políticos, que veían amenazados sus privilegios. Su figura era cercana al pueblo, y el pueblo necesitaba a alguien de su lado. La Revolución Silenciosa que estaba llevando a cabo aquel hombre de aspecto endeble llamó la atención del semanario con más difusión de la India, el Illustrated Weekly. Esto fue demasiado para el Gobierno. “Se le comunica que en un plazo de treinta días deberá usted abandonar el país, ya que su permiso de residencia ha sido denegado”, anunciaba una lacónica orden emitida por el jefe de policía.
Un pacto de amor. Encuentro con Anna Ferrer
El director del The Current, un rotativo de Bombay, no conciliaba el sueño por las noches, por el asfixiante calor y las vueltas que le daba a la cabeza por haber perdido veinte mil lectores.
“¿Qué podía hacer para remontar la situación?” se preguntaba angustiado. Mientras desayunaba, ojeando el Times of India, vio en una de las páginas la noticia sobre la expulsión de Vicente Ferrer. Se levantó de la silla como un resorte, y empezó a maquinar la posibilidad de que ese hombre estaba siendo víctima de una campaña de desprestigio.
Encargó el seguimiento a una joven redactora, Anne Perry. Debía entrevistar al hombre al que los campesinos idolatraban. En unos instantes ya habían acordado una entrevista. Apartando los cachivaches de una habitación, Anna Ferrer le hizo preguntas a un hombre que tenía los días contados en el país. La fuerza y humanidad de Vicente Ferrer cautivaron a Anna.
Al terminar la entrevista, Vicente Ferrer pone rumbo a España, donde empezaría su exilio.
Destino Anantapur
Una desvalijada y oxidada estructura de hierro sobre 4 ruedas era el autobús encargado de llevar a Vicente Ferrer en su nueva etapa en la India.
Su exilio en España había durado más de lo previsto. Indira Ghandi, primera ministra en aquel entonces, 1969, sorprendida de que las “vacaciones” de Ferrer se alargaran más de la cuenta, ordeno al consulado el trámite urgente de su visado.
Al llegar al aeropuerto de Hyderabad, una multitud de periodistas lo rodearon. “¿Dónde quiere instalarse?”, preguntaron. Vicente contestó lanzando otra pregunta: “¿Cuál es la tierra más pobre, más mísera?”. Y entonces, puso rumbo a la ciudad del infinito, Anantapur.
Ferrer se montó su propia compañía: un exbanquero, un joven mecánico de Bangalore; un matrimonio católico; un niño adoptado de una familia angloindia y, por último, la leal periodista, Anne Perry, que lo abandonó todo para liderar junto a Vicente el progreso de la población rural. Poco después, contrajeron matrimonio y tuvieron tres hijos. Moncho Ferrer, el mediano, ha seguido sus pasos y es hoy, junto a Anna, el máximo responsable del proyecto.
Hoy se cumplen 55 años de la llegada de esa comitiva. El enorme y poderoso sentimiento de responsabilidad de Vicente Ferrer y sus acompañantes se materializó en lo que hoy conocemos como Rural Development Trust en la India y Fundación Vicente Ferrer en España, una organización que hoy arropa a más de 3 millones de personas, con proyectos que garantizan el acceso a la salud, a la educación, al agua para autoconsumo y para riego, que trabaja en programas para reivindicar el papel de las mujeres en el progreso comunitario y que integra en la sociedad a las personas que sufren discapacidades. Un proyecto que ha conseguido establecer en cerca de 4 mil pueblos en los estados de Andhra Pradesh y Telangana una especie de mantra: la protección y el cuidado de la India de los pueblos, aquella India de la que hablaba Vicente la primera vez que piso el país.